Todos tenemos nuestro «primer mundial». El mio fue el de México ’86.
Tal vez Italia ’90 se lleva los premios a nivel de recuerdos más afianzados, pero aquel de México tiene ese sabor especial de ser el primero en el que tuve idea qué se jugaba y más o menos qué representaba. De hecho, a partir de ese mundial me empezó a gustar el fútbol.
Para México 86 estaba por cumplir 7 años.
La efervescencia por ver a la celeste en la cancha era enorme porque desde 1974 no se participaba y aquel equipo que era la base de 2 sub-19 que habían logrado llegar a las semifinales en 1977 y 79, además del Mundialito del 80 y la Copa América 1983, ilusionaba. Eso al menos decían en la oficina de mi padre los sábados cuando me llevaba «a trabajar» y yo me transformaba por un rato en «Martínez chico» como me decían por ahí.
Curiosamente mis amigos más cercanos me dicen «Martínez», forma en que nos llamábamos en el liceo y aún algunos conservamos. Capaz que ya estoy en edad de opinar de fútbol como un adulto.
En la previa sonaba la canción del mundial, que en el estribillo decía:
México 86, México 86,
donde se vive la emoción.
México 86, México 86,
el mundo unido por un balón.
«El Pique», la mascota del Mundial venía en canje por chapitas de Coca-Cola (no existían las tapas rosca de plástico, eran «chapitas»), y el album del mundial te traía a los protagonistas estampados en cada figurita (el album me lo regalaron en la puerta de la escuela Marne, esa que está frente al edificio de ASSE y el Shopping nuevo). El póster con el plantel uruguayo supo estar pegado en alguna pared de mi cuarto por un buen tiempo como en la de muchas paredes uruguayas.
Recuerdo donde vi cada partido como si fuera hoy. El primero, contra Alemania (1-1) lo vimos en la casa de un vecino compañero de trabajo de mi padre. Tenía «TV color» así que era la casa ideal para ver a la Celeste contra aquel equipo de verde que no sabía que era el vicecampeón de España 82.
Uruguay pateó como mucho 2 veces al arco, el resto fue un monólogo alemán que de no mediar la intervención del arquero uruguayo eso terminaba feo. A mi me quedó grabada una jugada donde el golero uruguayo, Fernando Alvez, en una pelota que queda boyando en el área, en lugar de reventarla de un puñetazo se la jopea con un toque sutil con la mano a Ruddy Voeller (o Rudy «Fela» para los amigos), recibiendo el saludo del ariete alemán después.
La corrida de Alzamendi eludiendo al arquero y definiendo contra el horizontal fue la locura en aquel apartamento de la calle Gualeguay.
Sobre la hora del partido Alemania pondría el empate y ya todos los demás se olvidaron de la actuación del golero. Ya no servían tantas atajadas, porque había pasado una.
El segundo partido fue con Dinamarca, y allí recuerdo al Enzo yendo a poner la pelota en el medio de la cancha tras el penal que nos puso 1-2 sobre el final del primer tiempo, la camiseta blanca, y al pobre desgraciado del golero uruguayo que 6 veces la fue buscar al fondo del arco. De lo otro que no me olvido es de la camiseta de Dinamarca, con números grandotes y medios torcidos y que días más tarde me desayuné que en la camiseta predominaba el rojo; es que en la TV blanco y negro de mi casa uno imaginaba los colores, y para mi aquellos tipos que corrían mucho estaban de azul.
El tercero, con Escocia, fue un día de semana y lo vi en la escuela. Era obligación estar allí alentando al equipo. De aquel 0-0 se me vienen a la mente el pantalón ridículo de los escoceses con una franja horizontal (¿por qué no una pollera escocesa?), una atajada de Alvez en la línea gloriosa, y a los jugadores uruguayos amontonados a modo de montaña humana al final del partido. Es que habíamos clasificado a octavos de final.
Me resultaba un poco curioso que la camiseta de Uruguay seguía siendo blanca y también escuchar a los periodistas en el informativo que decían cosas como «nos están robando», «la FIFA no nos quiere» y demás lugares comunes que seguí escuchando el resto de mi vida.
El partido con Argentina parecía especial, y Uruguay otra vez de blanco. Maradona, al que había visto en el partido contra Corea del Sur parecía inspirado. El solo resolvía, la llevaba y recibía las patadas.
El zaguero uruguayo Acevedo (sí, ese que ahora dirige a Defensor) le dio una asistencia perfecta a Pasculi, y una vez más vi como el arco nuestro era vencido.
Mi padre le gritaba a la tele como un desaforado: «¿y este viejo por qué no pone a Rúben Paz?!!!» «¿por qué no puso a Darío Pereira?!!!». Finalmente Paz entró y le armó un lio bárbaro a la defensa argentina, pero no se pudo y Uruguay quedó afuera.
Pero eso no me importó más que saber cuando era el próximo partido, porque para mi, a quien le gustaba mas ver basquetbol me empezó a gustar el fútbol, y no solo verlo, sino jugarlo en la calle mientras pretendíamos ser las estrellas de aquel campeonato. Las vacaciones de Julio ayudaron para que nos encontráramos más tiempo afuera y por un rato éramos Lineker, Rumenigge, Maradona, Platini, Socrates, Francescoli, Batts, Dasaev o Phaff.
En la memoria me quedan algunos partidos o momentos aparte de los de Uruguay:
Argentina 2 Inglaterra 1: emocionante hasta el final, con el gol con la mano de Maradona y aquel gol impresionante, el mejor de todos los mundiales donde «el 10» eludió hasta al juez. Ni idea tenía de la Guerra de las Malvinas, ni del odio que se tenían. Era el disfrute del fútbol como tal, en una de esas, de las pocas veces que lo viví de esa forma. El partido estuvo buenísimo, con eso alcanzó.
La URSS caía 3-4 con Bélgica. Lo pasaron «diferido» por la tele, pero en aquella época era facil verlo sin saber como terminó de antemano. El partido terminó en alargue y se mataron a goles.
Brasil 1 Francia 1: No solo fue un partidazo, sino que definieron por penales, y fue mucho más emocionante que los penales entre Alemania y México (¿por qué Alemania vestía de blanco, si ellos eran los de verde?).
A esa altura ya era hincha de Maradona. No había forma de no estar frente a la tele y ver a ese tipo hacer cosas increíbles con la pelota. Contra Bélgica fue otro deleite, y al parecer la final contra los alemanes iba a estar brava.
La final la recuerdo bastante, como también recuerdo como salimos a festejar afuera del edificio donde vivía aquel triunfo argentino 3-2 con mi padre y el resto de los vecinos futboleros. Había muchas ganas de salir a la calle, festejar, expresarse. Algo que también entendí años después.
En pocos días se viene Rusia 2018, ocho Mundiales y 32 años más tarde.
Vaya uno a saber por arte de qué magia el país se paraliza, las calles quedan vacías y todos parecemos estar de acuerdo en algo, sin importar si sos de Peñarol, de Nacional, si votaste a los blancos o si toda la vida fuiste del Frente. Juega Uruguay, y listo, el resto puede esperar 90 minutos.
Todos tenemos nuestro «primer mundial», y el mio será Rusia 2018.
Ya con 38 años (el día de la final cumpliré 39) la forma de ver el fútbol y sentirlo dista mucho de la de aquel niño de 7, pero las ganas de ver a Uruguay en un mundial de fútbol son incomparables a cualquier otra cosa que te pueda ofrecer el deporte.
Ahora quien está entre los 6 y 7 años de edad es mi hijo, y en un país totalmente ajeno a la pasión del fútbol me encuentro con él que me pregunta «¿cuando juega Uruguay?», ese país que lo vio nacer, pero que ya no lo ve crecer le sigue generando curiosidad y cariño. La uruguayez (al menos con el fútbol) ya está inoculada.
Ya no tengo al compañero de ruta en los mundiales. Aquel que vi gritar desaforado el gol del Hormiga Alzamendi, con quien nos abrazamos como loco al ver que el cabezazo de Fonseca se metía en el arco de los coreanos. Ese mismo compañero con quien cabeceamos junto a Púa aquel gol del Chengue Morales que no fue, o festejamos la picada del Loco Abreu, otro minuano como era él.
Rusia 2018 será especial, al menos para mi, porque lo veré sin mi viejo que nos dejó hace poco, y cómo se extraña.
Mi Primer Mundial.
2 Comments